Sucedió hace cientos de
años en un lugar extraño un suceso extraño. Fue en un valle áspero, de
tierra rojiza y aire cargado, bien protegido de males ajenos, rodeado
de volcanes dormidos que muy de vez en cuando soltaban una bocanada
oscura de sus pulmones de azufre. Sus habitantes andaban descalzos con
callosidades en los pies, negros, quemados por el calor, y a pesar del
fuego no sentían el calor, los niños allí nacidos tenían la piel dura
que rara vez se rasgaba o arañaba. La gente era fuerte como escamas de
dragón.
En una extraña noche, donde la luna no era más que un anillo de luz
con fondo oscuro e interior oscuro, la reina dio a luz un huevo. El
huevo era dorado, de dos palmos de diámetro, tenía incrustaciones de
escamas plateadas y brillaba como una hermosa joya. Supieron en seguida
que se trataba de un huevo de dragón, leyendas había muchas sobre
aquellas criaturas pero jamás se había vuelto a ver ninguna y por
respeto o por miedo fue conservado entre almohadones en una sala del
castillo, pero como el suceso fue tan extraño nadie habló de él.
Pasaron algunos meses, en los que el
huevo fue olvidado en aquella alejada sala a la que nadie entraba pero
en un amanecer rojo como la sangre un volcán explotó y mientras los
habitantes del reino sacaban agua de los pozos subterráneos para apagar
la ira del fuego, empezó a arder el ala oeste del castillo, allí se
encontraba el hermoso huevo dorado.
Una vez se calmó el volcán, el fuego pudo
ser controlado y la reina corrió a descubrir el destino de su hermoso
huevo. La habitación entera había ardido y el pasillo se había teñido de
negro carbón, la reina cogió entre sus manos el huevo, que ya no era
dorado sino negro, oscuro y feo, temieron la ira del dragón y que éstos
volvieran pero algo extraño sucedió. La cáscara comenzó a romperse, de
su interior eclosionó una niña pequeña, rubia de ojos claros con la piel
tersa y fina, al ponerla en el suelo comenzó a llorar y vieron
quemaduras en sus pies. No era hija del Valle de Fuego, no aguantaría el
calor.
A pesar de todo, seguía siendo la niña
del huevo y la hija del rey, aunque fuera desde las alturas, el trono le
correspondía, así que construyeron para ella una alta torre, que
sobresalía por encima del más alto volcán y allí el aire era puro y
limpio.
Unos años después llegó la desgracia, el
volcán volvió a explotar y esta vez lo siguieron todos los demás. El
valle quedó cubierto de lava y sobresalía en medio de aquel espeso mar,
una torre. La princesa lloraba: qué sería ahora de ella, quién la iba a
cuidar. Para colmo de sus males, volvieron los dragones. Ella conocía
las viejas historias, su madre se las había contado, eran feroces
criaturas que escupían fuego por sus fauces y ningún temor tenían, pues
su magia los protegía.
Pasaron varios días en los que ni
siquiera salió de su cama, había sentido a un dragón posarse en su
tejado y lo había visto surcar el cielo con sus alas negras. En alguna
ocasión éste asomó la cabeza y rugió a la princesa pero apenas cabía ni
la mitad de su boca por la ventana. Sus colmillos eran terribles,
oscuros también, salvo su lengua que era violeta y los ojos de carmesí,
todo el dragón era la misma noche.
En uno de esos días, la princesa apreció
un patrón, el dragón volvía por las noches, gruñía por su ventana y
luego se iba, cuando volvía la miraba, aparecía su gran ojo y la
observaba, después se iba y desde el tejado gruñía de nuevo hasta que se
dormía. Poco a poco, la princesa dejó de tenerle terror, se asomaba a
la ventana e incluso le hablaba al dragón y los patrones siempre se
repetían. No le hacía daño e incluso parecía que la fiera le sonreía.
Comenzó a acariciarlo, éste se dejaba
acariciar y aunque había más dragones, éstos la ignoraban. El Dragón
Negro les rugía y desaparecían, o trazaban círculos en el cielo, o
envolvían la torre de nubes, o cantaban mirando la luna. Y fuera como
fuese, comenzó a amar a los dragones y los comprendía. Se atrevió en una
de esas a lanzarse al vacío y su dragón fue a su encuentro, la recogió
en su espalda y surcaron el cielo. Poco a poco comenzó a descender y
ella temió el fuego pero la lava estaba fría y lisa, su tacto fue suave y
el único calor lo produjo el sol, a su alrededor se posaron los
dragones: uno era rojo con los ojos anaranjados, otro púrpura con alas
rosadas, otro era verde con reflejos amarillos, había también un dragón
azul, otro plateado, un dragón dorado pero ninguno era negro. Todos
inclinaron la cabeza ante ella y para su asombro, apareció un joven con
el cabello oscuro como la noche.
Cientos de años atrás habían quedado
desde que los dragones abandonaron el valle y el motivo había sido el
nacimiento de un niño. Una fría mañana, los volcanes se habían dormido y
una dragona dio a luz un niño.
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